Todo es un gigantesco mandala, un armónico y descomunal rompecabezas circular que invita a la reflexión o a la pérdida de conciencia, a extraviarnos en un todo del que formamos parte conociéndolo o sin saberlo, queriendo o no. Nadie nos ha pedido permiso para arrojarnos a este caos planificado del que todos formamos parte. El mundo es redondo, y cada vez descubrimos quieran o no algunos que somos todos muy similares, que el genoma de cualquier primate y el mono hombre solo es diferente en un uno por ciento, y de nuestras primas las ratas, mamíferos como nosotros, sólo nos separan unas pocas décimas más.
Buda no es más que Jesús rapado al cero, y de Mahoma, no conservamos muchas imágenes. Pero Alá, Yahvé o Dios, para mí que son lo mismo. Todo es cuestión de gustos, necesidades o modas. Por qué creer que ningún ser vivo es superior a otro, o que ninguna religión tenga su local dios verdadero que solo venga a salvar a su pueblo elegido, se pueda representar o no, tenga trompa de elefante, barriga o barbas, o aún esté por venir.
Qué más da. Igual de absurdo es creer que un río pueda pertenecer en exclusiva a alguna comunidad autónoma. Aunque el Guadalquivir pase en su casi totalidad por el territorio de lo que ahora se define como Andalucía, pertenece al planeta Tierra. Lo mismo que el flamenco es patrimonio no ya de la Humanidad, como ha declarado recientemente la UNESCO, sino de cualquier persona sensible que practique o ame esta música. Hace muchos años asistí a un espectáculo de la Bienal de Flamenco en el Hotel Triana, un antiguo corral de vecinos de este universal barrio. Una bailaora japonesa nos dejó a todos absolutamente embelesados. Por si no fuera suficiente con lo que para nosotros estaba siendo un descubrimiento -el amor de los japoneses por el flamenco- como fin de fiesta, un nipón acompañado por un guitarrista de su tierra tuvo el valor de arrancarse por unas soleares de Triana a las que siguieron seguiriyas y todo un repertorio entonado con respeto y duende que arrancaron los más entusiastas aplausos de hasta los más reticentes puristas de la cava de los gitanos.
Y del recuerdo, regreso a la triste realidad de estos días. Pese al terrible tsunami y la fuga radioactiva ocurrida en Japón, no es momento ahora para debatir sobre los peligros de la energía nuclear, sino de comprender hasta dónde llega nuestra interrelación y lo vulnerable que es nuestra especie, la más destructiva del planeta. Todos nos solidarizamos con el admirable pueblo japonés, pero primero, por si acaso, fletamos aviones para evacuar a nuestros nacionales. Y Estados Unidos envía personal especializado a la central de Fukushima desde las bases construidas tras la Segunda Guerra Mundial, aquella que terminó en Hiroshima y Nagasaki. Las relaciones han cambiado desde entonces, pero nadie escapa a la idea de que la nube radioactiva podría atravesar el Océano Pacífico y llegar a las costas americanas.
Paciencia, tesón y fe, todo se resolverá, y a ver si empezamos a entender que lo ocurrido en Japón es un problema global para toda la Tierra, como otros muchos que tiene sin resolver nuestra especie de primates erguidos. Desde el recuerdo de una bailaora, mi admiración por el pueblo japonés.
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