sábado, 12 de marzo de 2011

LA GRAN AUSENCIA. FOTO Y RELATO. 9

            Ha sido un descubrimiento de una trascendencia reveladora. Hemos conseguido prolongar el tiempo, expandirlo, lograr comunicarnos fluidamente, desarrollar nuestra capacidad expresiva, perdernos en largas parrafadas familiares que conducen hacia un mejor conocimiento, lo que no es nada desdeñable con una adolescente en casa.
            Pausas, sano aburrimiento, escuchar los sonidos de la calle, el mar cercano, devorar un libro durante horas, barajar viejas cartas desgastadas y discutir sobre quién ha ganado la última partida, compartir charlas, interrumpirnos. Desempolvar el viejo parchís, escuchar el tintineo del dado en su cubilete mientras bandadas de gaviotas sobrevuelan la terraza en un cielo cubierto por nubes con formas que jugamos a inventar.
           
            Incluso ante su alocada marcha buscando una amiga de su edad, lo mejor ha venido  con la eterna caída del sol en atardeceres prolongados de quietud asombrosa. Mirar el absurdo reloj cientos de veces sin comprender quién ha hecho detener el tiempo, por qué todo es tan exquisito, silenciosamente prolongado y sosegado en nuestra estancia durante estos días de vacaciones. Las conclusiones llegaron a ser dolorosas. Solo pudimos comprender en parte la magia que nos envolvía como un don no buscado cuando, ya anochecido, escuchamos retumbar las paredes del salón. Sonidos y melodías familiares nos devolvían a la realidad cotidiana que forzosamente habíamos abandonado. Y encima somos tan cretinos que negamos la dependencia con ridícula soberbia.

            La mañana anterior a nuestro regreso, sin comprender muy bien por qué,  estábamos tristes. Sabíamos que tras nuestra partida todo podría volver a ser como antes. En nuestras manos está racionalizar su uso, a fin de cuentas, no es más que un electrodoméstico. Como último acto de homenaje, ya cercano a la chulería, decidimos deshacernos de él. Entre los tres transportamos hasta el ascensor el viejo y voluminoso televisor de penúltima generación. Durante estas vacaciones ha decidido no funcionar definitivamente por humedades que lo hacen encenderse cuando quiere. Se ha aliado para ello con un deficiente aparato decodificador de TDT. Nos ayudamos con un sufrido carro de la compra para su trasporte. Sabemos que no hicimos lo correcto, pero allí lo dejamos junto al contenedor de la basura orgánica: un lustroso y reluciente televisor de veinticuatro pulgadas con todos su accesorios.

            Regresamos a casa con sigilo, nos asomamos furtivamente al balcón: nuestro silencioso televisor que tan buenos ratos de conversación y relajo nos ha dado en su bendita avería ya no está. Probablemente ahora lo esté disfrutando un anónimo vecino de bloque. Ojalá que nosotros sepamos recuperar tantas horas  perdidas en las que mirábamos sin ver, escuchábamos sin oír y vivíamos sin comprender que la televisión es una droga innecesaria, la penúltima adicción en una sociedad que nos ofrece diez mil aparatejos con lucecitas y botones para enseñarnos a no pensar por nosotros mismos más allá de lo conveniente.  


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