Tarde de sábado, primavera. Olor intenso y hedonista. Azahar. Un paseo por el centro. Bullicio en la plaza. Dos tamborileros con flautas cubiertos con chapelas. Una boda, alguien ha venido desde muy lejos para casarse con una lugareña. Basílica repleta de turistas curiosos, algunos invitados, la madrina y el novio, de pie, nervioso, digno y aún solo. Desde fuera se escucha una dulce tonada de bienvenida a flauta y tambor cada vez que un asistente a la ceremonia hace su entrada en el templo. Él mira, ella sigue sin aparecer. Rito del retraso de la novia. Turistas expectantes ocupan los extremos de un extraño templo circular. Pantalones cortos, nacionales de visita concertada, educados orientales, impertinentes buscando tema para un relato, todos en espera de que ella, la novia, esa mujer radiante y cada vez menos joven haga su aparición deslumbrante por la puerta del templo. La madrina deja aún más solo al novio al pie del altar, se acerca a los bancos de los invitados para cruzar palabras de cortesía.
Sigue sonando la flauta y el tamboril vasco. Muchos recién llegados se acercan sigilosos a fotografiar la imagen: el Señor de Sevilla preside su templo y su altar, siempre con su cruz a cuestas -¿y tal como estoy es que hay algo que celebrar?, parece decir-. No cesan los flashes, algunos subimos a verlo de cerca. Piedad por realismo, compasión ante el dolor, Dios local que sufre.
A la bajada del camarín todo sigue igual: tiempo estancado, la eternidad de los momentos previos a una historia de amor probablemente con muchas renuncias: alguien abandona su tierra, puede que ella, acaso él, tal vez los dos. Desde la sacristía el cura intercambia sonrisas y gestos cómplices con el novio, parecen conocerse, puede que él también venga de lejos.
El redoble del tamboril vasco se hace más intenso, la expectación llega a su momento culminante: todos volvemos la vista hacia la entrada del templo. Cesa la tonada vasca, suena el órgano de la iglesia. Es ella, la Novia, eterna, única, radiante, bellísima, con mayúsculas. Él, sonríe. Todos se sientan a su paso. Antecede un cameraman deslumbrándola y enfocando a los asistentes. Dos infantes bajo la atenta mirada de una señora recomponen la cola del vestido de la novia.
Los intrusos impertinentes abandonamos este amplio templo por los extremos del círculo para no molestar. Los tamborileros vascos ya se han marchado. Ahora preside la plaza un coche de época –pretérita- negro, amplio, lujoso, adornado con lazos, repleto de rosas, y hasta con un chofer expectante.
Seguimos nuestro paseo, volvemos a perdernos entre callejas y plazas imposibles. De nuevo una iglesia con otra boda. Acaba de terminar. El público vocifera buscando acomodo en los coches. Y otro auto de época, otra radiante novia, otro novio nervioso, flores en el coche, pamelas, bolsos, tacones, júbilo. El olor a azahar sigue impregnando la plaza.
Ritos de celebración por amor. Una boda es una proeza, así que brindo porque al cabo de media vida, el novio nervioso de hoy, la novia que siempre llega tarde, estén juntos en el sofá del salón de su casa viendo viejas fotos del día de su boda. Solo entonces la proeza se habrá transformado en milagro. Lo he comprendido hace unos meses en la mirada de mis padres celebrando sus cincuenta años de casados.