sábado, 26 de marzo de 2011

BODA. FOTO Y RELATO. 11

            Tarde de sábado, primavera. Olor intenso y hedonista. Azahar. Un paseo por el centro. Bullicio en la plaza. Dos tamborileros con flautas cubiertos con chapelas. Una boda, alguien ha venido desde muy lejos para casarse con una lugareña. Basílica repleta de turistas curiosos, algunos invitados, la madrina y el novio, de pie, nervioso, digno y aún solo. Desde fuera se escucha una dulce tonada de bienvenida a flauta y tambor cada vez que un asistente a la ceremonia hace su entrada en el templo. Él mira,   ella sigue sin aparecer. Rito del retraso de la novia. Turistas expectantes ocupan los extremos de un extraño templo circular. Pantalones cortos, nacionales de visita concertada, educados orientales, impertinentes buscando tema para un relato, todos en espera de que ella, la novia, esa mujer radiante y cada vez menos joven haga su aparición deslumbrante por la puerta del templo. La madrina deja aún más solo al novio al pie del altar, se acerca a los bancos de los invitados para cruzar palabras de cortesía.
            Sigue sonando la flauta y el tamboril vasco. Muchos recién llegados se acercan sigilosos a fotografiar la imagen: el Señor de Sevilla preside su templo y su altar, siempre con su cruz a cuestas -¿y tal como estoy es  que hay algo que celebrar?, parece decir-. No cesan los flashes, algunos subimos a verlo de cerca. Piedad por realismo, compasión ante el dolor, Dios local que sufre.
            A la bajada del camarín todo sigue igual: tiempo estancado, la eternidad de los momentos previos a una historia de amor probablemente con muchas renuncias: alguien abandona su tierra, puede que ella, acaso él, tal vez los dos. Desde la sacristía el cura intercambia sonrisas y gestos cómplices con el novio, parecen conocerse, puede que él también venga de lejos. 
            El redoble del tamboril vasco se hace más intenso, la expectación llega a su momento culminante: todos volvemos la vista hacia la entrada del templo. Cesa la tonada vasca, suena el órgano de la iglesia. Es ella, la Novia, eterna, única, radiante, bellísima, con mayúsculas. Él, sonríe. Todos se sientan a su paso. Antecede un cameraman deslumbrándola y enfocando a los asistentes. Dos infantes bajo la atenta mirada de una señora recomponen la cola del vestido de la novia.
            Los intrusos impertinentes abandonamos este amplio templo por los extremos del círculo para no molestar. Los tamborileros vascos ya se han marchado. Ahora preside la plaza un coche de época –pretérita- negro, amplio, lujoso, adornado con lazos, repleto de rosas, y hasta con un chofer expectante. 
            Seguimos nuestro paseo, volvemos a perdernos entre callejas y plazas imposibles. De nuevo una iglesia con otra boda. Acaba de terminar. El público vocifera buscando acomodo en los coches. Y otro auto de época, otra radiante novia, otro novio nervioso, flores en el coche, pamelas, bolsos, tacones, júbilo. El olor a azahar sigue impregnando la plaza.   












            Ritos de celebración por amor. Una boda es una proeza, así que brindo porque al cabo de media vida, el novio nervioso de hoy, la novia que siempre llega tarde, estén juntos en el sofá del salón de su casa viendo viejas fotos del día de su boda. Solo entonces la proeza se habrá transformado en milagro. Lo he comprendido hace unos meses en la mirada de mis padres celebrando sus cincuenta años de casados.

domingo, 20 de marzo de 2011

UNA BANDERA. LUNARES. FOTO Y RELATO. 10




            Todo es un gigantesco mandala, un armónico y descomunal rompecabezas circular que invita a la reflexión o a la pérdida de conciencia, a extraviarnos en un todo del que formamos parte conociéndolo o sin saberlo, queriendo o  no. Nadie nos ha pedido permiso para arrojarnos a este caos planificado del que todos formamos parte. El mundo es redondo, y cada vez descubrimos quieran o no algunos que somos todos muy similares, que el genoma de cualquier primate y el mono hombre solo es diferente en un uno por ciento, y de nuestras primas las ratas, mamíferos como nosotros, sólo nos separan unas pocas décimas más. 

            Buda no es más que Jesús rapado al cero, y de Mahoma, no conservamos muchas imágenes. Pero Alá, Yahvé o Dios, para mí que son lo mismo. Todo es cuestión de gustos, necesidades o modas. Por qué creer que ningún ser vivo es superior a otro, o que ninguna religión tenga su local dios verdadero que solo venga a salvar a su pueblo elegido, se pueda representar o no, tenga trompa de elefante, barriga o barbas, o aún esté por venir.

            Qué más da. Igual de absurdo es creer que un río pueda pertenecer en exclusiva a alguna comunidad autónoma. Aunque el Guadalquivir pase en su casi totalidad por el territorio de lo que ahora se define como Andalucía, pertenece al planeta Tierra. Lo mismo que el flamenco es patrimonio no ya de la Humanidad, como ha declarado recientemente la UNESCO, sino de cualquier persona sensible que practique o ame esta música. Hace muchos años asistí  a un espectáculo de la Bienal de Flamenco en el Hotel Triana, un antiguo corral de vecinos de este universal barrio. Una bailaora japonesa nos dejó a todos absolutamente embelesados. Por si no fuera suficiente con lo que para nosotros estaba siendo un descubrimiento -el amor de los japoneses por el flamenco- como fin de fiesta, un nipón acompañado por un guitarrista de su tierra tuvo el valor de arrancarse por unas soleares de Triana a las que siguieron seguiriyas y todo un repertorio entonado con respeto y duende que arrancaron los más entusiastas aplausos de hasta los más reticentes puristas de la cava de los gitanos.  

            Y del recuerdo, regreso a la triste realidad de estos días. Pese al terrible tsunami y la fuga radioactiva ocurrida en Japón, no es momento ahora para debatir sobre los peligros de la energía nuclear, sino de comprender hasta dónde llega nuestra interrelación y lo vulnerable que es nuestra especie, la más destructiva del planeta. Todos nos solidarizamos con el admirable pueblo japonés, pero primero, por si acaso, fletamos aviones para evacuar a nuestros nacionales.  Y Estados Unidos envía personal especializado a la central de Fukushima desde las bases construidas tras la Segunda Guerra Mundial, aquella que terminó en Hiroshima y Nagasaki. Las relaciones han cambiado desde entonces, pero nadie escapa a la idea de que la nube radioactiva podría atravesar el Océano Pacífico y llegar a las costas americanas.

            Paciencia, tesón y fe, todo se resolverá,  y a ver si empezamos a entender que lo ocurrido en Japón es un problema global para toda la Tierra, como otros muchos que tiene sin resolver nuestra especie de primates erguidos.  Desde el recuerdo de una bailaora, mi admiración por el pueblo japonés. 

sábado, 12 de marzo de 2011

LA GRAN AUSENCIA. FOTO Y RELATO. 9

            Ha sido un descubrimiento de una trascendencia reveladora. Hemos conseguido prolongar el tiempo, expandirlo, lograr comunicarnos fluidamente, desarrollar nuestra capacidad expresiva, perdernos en largas parrafadas familiares que conducen hacia un mejor conocimiento, lo que no es nada desdeñable con una adolescente en casa.
            Pausas, sano aburrimiento, escuchar los sonidos de la calle, el mar cercano, devorar un libro durante horas, barajar viejas cartas desgastadas y discutir sobre quién ha ganado la última partida, compartir charlas, interrumpirnos. Desempolvar el viejo parchís, escuchar el tintineo del dado en su cubilete mientras bandadas de gaviotas sobrevuelan la terraza en un cielo cubierto por nubes con formas que jugamos a inventar.
           
            Incluso ante su alocada marcha buscando una amiga de su edad, lo mejor ha venido  con la eterna caída del sol en atardeceres prolongados de quietud asombrosa. Mirar el absurdo reloj cientos de veces sin comprender quién ha hecho detener el tiempo, por qué todo es tan exquisito, silenciosamente prolongado y sosegado en nuestra estancia durante estos días de vacaciones. Las conclusiones llegaron a ser dolorosas. Solo pudimos comprender en parte la magia que nos envolvía como un don no buscado cuando, ya anochecido, escuchamos retumbar las paredes del salón. Sonidos y melodías familiares nos devolvían a la realidad cotidiana que forzosamente habíamos abandonado. Y encima somos tan cretinos que negamos la dependencia con ridícula soberbia.

            La mañana anterior a nuestro regreso, sin comprender muy bien por qué,  estábamos tristes. Sabíamos que tras nuestra partida todo podría volver a ser como antes. En nuestras manos está racionalizar su uso, a fin de cuentas, no es más que un electrodoméstico. Como último acto de homenaje, ya cercano a la chulería, decidimos deshacernos de él. Entre los tres transportamos hasta el ascensor el viejo y voluminoso televisor de penúltima generación. Durante estas vacaciones ha decidido no funcionar definitivamente por humedades que lo hacen encenderse cuando quiere. Se ha aliado para ello con un deficiente aparato decodificador de TDT. Nos ayudamos con un sufrido carro de la compra para su trasporte. Sabemos que no hicimos lo correcto, pero allí lo dejamos junto al contenedor de la basura orgánica: un lustroso y reluciente televisor de veinticuatro pulgadas con todos su accesorios.

            Regresamos a casa con sigilo, nos asomamos furtivamente al balcón: nuestro silencioso televisor que tan buenos ratos de conversación y relajo nos ha dado en su bendita avería ya no está. Probablemente ahora lo esté disfrutando un anónimo vecino de bloque. Ojalá que nosotros sepamos recuperar tantas horas  perdidas en las que mirábamos sin ver, escuchábamos sin oír y vivíamos sin comprender que la televisión es una droga innecesaria, la penúltima adicción en una sociedad que nos ofrece diez mil aparatejos con lucecitas y botones para enseñarnos a no pensar por nosotros mismos más allá de lo conveniente.  


sábado, 5 de marzo de 2011

UNA TARTA CON BENGALA. FOTO Y RELATO. 8

            Tensa reunión en tarde tediosa. Un trabajo, mi trabajo. Compañeros añorando el café de media tarde, huyendo tras unas opacas cortinas naranjas y verdes en tonos indefinibles. Un maestro aburrido reprimiendo bostezos. Claustro donde se deciden diez mil asuntos de vital importancia, para anotar casi a ritmo taquigráfico. Todo está compactado, medido, perfectamente estudiado y muy trabajado por un equipo directivo exhausto e igual de contrariado ante tanto rigor burocrático. Informaciones pasan, preguntas se hacen, papeles circulan, miradas se cruzan, caras de asombro, extrañeza, sueño, apatía, preocupación, interés, hastío.

            Mi mente busca un punto de huida, lo encuentro en mi socorrida bicicleta: ¿dónde estaría yo ahora?, probablemente en cualquier carril bici camino de algún extrarradio lejano aún por conquistar. Pero con esta luz y ambiente, con dificultad puedo tener energías para pedalear: mejor en un mullido sofá con televisor encendido zumbando a mis relajadas neuronas un soporífero reportaje de animales cazando o copulando en lejanos parques nacionales africanos o asiáticos.
Mis ojos comenzaban a cerrarse al recibir el primer y único codazo con sonrisa incluida de amable compañera pidiendo que pasara el resto del tocho de papeles hacia mi derecha.

            Mesas en forma de U, huida imposible. Cae la tarde, oscurece, anochece. Cuarto punto, petición de brevedad porque aún queda otra reunión más. Pasamos a ruegos y preguntas. Breve silencio, fin de la reunión. De un extremo a otro de la U, haciendo la ola y como si una gigantesca rata cruzase por el suelo de la sala, todos comenzamos a ponernos de pie imitando lo que acaba de hacer el compañero que nos precede. La noticia que jamás quisiéramos escuchar se produce: alguien ruega que volvamos a sentarnos porque aún queda un punto que tratar. Murmullos, protestas, blasfemias inaudibles y resignación. La desesperación se apodera de mi mente: mis piernas, ya rígidas, impertinentes y rebeldes, se niegan a flexionarse. Un par de tirones del brazo izquierdo de mi paciente compañera me bastaron para volver a sentarme y comprender que  jamás saldría de allí.

           Se apaga la luz. Una compañera coloca una tarta sobre su caja en el suelo, enciende una gigantesca bengala, y todos a cantar  Cumpleaños feliz. Toda la tarde ha merecido la pena: como chiquillos hacemos cola para felicitar a nuestra muy querida compañera, recibir nuestra porción y hasta una copa de auténtico champán galo. Hay momentos mágicos y simples que merecen relatarse, y compañeras de trabajo que por su sencillez y simpatía merecieran estar siempre entre nosotros. Pronto la echaremos de menos porque va a disfrutar de una merecida jubilación a una edad en que no podremos el resto. Pero aparte de todo ello, jamás olvidaremos una tarta con bengala al final de un claustro.  

miércoles, 2 de marzo de 2011

LA VENTANA AZUL DESDE COLOMBIA



            Mi buen amigo Germán Borda, músico y novelista, exquisito en ambas artes, me ha enviado un correo desde Colombia. Recuerdo la lectura y presentación de dos de sus  novelas que hice en la embajada de Colombia ante la cónsul y parte de la llamada buena sociedad sevillana (La maraña de la manigua, nueva crónica de Indias, y El enigma de Dreida, viaje iniciático hacia la cultura occidental emprendido por Borges y sus secuaces). Con su permiso, reproduzco parte de su misiva. Gracias por tus palabras sobre La ventana azul, y por encima de todo, por tu amistad:

            La temática de tu obra me parece muy atrayente para las personas de cierta edad como la mía. Quienes recorremos el último trecho. Con la gran incógnita. ¿Cómo será la muerte? ¿Dónde pasaré esos últimos años? ¿En qué condiciones? Un halo de pánico es inevitable. Pero ese tipo de pensamientos para los jóvenes resulta, no solo inexistente, sino algo que ubican en un futuro muy distante. Y lo peor, no desean plantearse ese tipo de problemática. Por eso me parece muy valerosa tu actitud, a tu edad, de asumir el reto.

            Nuestros países, con la globalización, al inscribirse en el desarrollo se han visto obligados a suspender comportamientos y actitudes añejas. Por ejemplo, el cuidar a sus viejos, a sus ancianos. A sus viudas, a las solteronas, dispuestas para siempre a “vestir santos”. Los protagonistas de tu “ventana” padecen ese flagelo de ingreso en el primer mundo. Por lo mismo, al verse impelida a vivir en un asilo, rodeada de seres extraños, abandonada de su familia. Todas sus desgracias, que no son pocas, se suman a esa situación.

            Esta temática no es ajena a mi obra. En cuento “La Abuela”; en una novela, “El Viejo Amor” encaro situaciones de la mayor edad. Terribles, de soledad, melancolía, angustia, ocurrencias bien definida en tu obra. Descritas, con profundidad y análisis certero.

            En una de las intervenciones, insistí, el escritor es un actor de todos los papeles de la obra. Pasa del carnicero implacable, la bella doncella, o al capataz burdo y desalmado. La dama de sociedad, y la camarera sencilla. El caballero de clubes, al chófer de camión. Ese introducirse del carácter de cada cual, es muy complejo. Lograrlo, es el mejor resultado del escritor. Ya lo dijo Flauvert, Madame Bovary, cet moi. Por eso alabo la capacidad de pensar y raciocinar, lucubrar y dialogar internamente, de tu protagonista. La capacidad –gran logro tuyo- de penetrar y salir de su mundo en la novela.

            El enfrentar una nueva novela implica un autoanálisis. Una comparación. El diálogo interior nos cuestiona, ¿cómo lo hubiera hecho yo? Yo observo muchos diálogos en la obra. Personalmente intento darle más peso a las descripciones, quizás encuentro que las conversaciones nos llevan a un terreno más apropiado para el teatro o el cine. Lugares donde a veces, me sentía, lanzado en la novela. Son, en tu creación, escuetos. Certeros. Precisos.

            Hay escritores que escriben pensando en el público. Otros, los más, en las ventas. Uniformarse como best sellers. Los menos, los auténticos –como tú- enfrenta temáticas y problemáticas para cuestionarse. Para enfrentarse las incógnitas del ser. De su circunstancia, como decía Ortega. Por lo anterior, te pido aceptes este comentario; con mis disculpas, pues es apenas un preámbulo, con mi felicitación y un fuerte abrazo de amistad.