sábado, 19 de febrero de 2011

SEÑALES Y CARTELES. FOTO Y RELATO. 6

            Veladores de un café, una ciudad cualquiera. El acerado va formando líneas perpendiculares que se cruzan y descruzan hasta la avenida más cercana o desaparecen en el asfalto. La cucharilla gira dentro de la taza, hoy forma espuma y figuras. Y la gente pasa, se cruza, saluda, mira hacia el cielo o recuerda todas las tareas pendientes. Todos similares y distintos, cada ser con su propio ritmo en su propio universo.

            La mujer del abrigo marrón discute con su marido bien sujeto del brazo. Él, bufanda sobre el cuello a la manera antigua, grandes gafas, pequeño bigote, no dice nada. Una pareja de adolescentes ya mujeres, pantalones caídos, cazadora vaquera hasta el ombligo choca con la señora que discute. No hay perdones, mirada inquisidora. Cada uno toma direcciones opuestas.  Ellas compran entradas de cine y palomitas.

            El chico larguirucho y repeinado del puesto de palomitas a la entrada del cine las mira un momento. Ellas no, marchan  a ver su película mientras él silba una canción de moda. Es contagioso, un vendedor ambulante africano de baratijas sigue la tonada hasta que una bicicleta lo pasa rozando. El vendedor contesta pronunciando blasfemias en su idioma local. El ciclista frena obligado por una descomunal furgoneta blanca para luego desaparecer en un callejón.


            Dos operarios uniformados, extrañamente pulcros  y silenciosos, salen de la furgoneta y comienzan a descargar sillas a la puerta del bar donde me encuentro. Un motorista de la policía local irrumpe en el acerado para ordenar el cese de la descarga. Los operarios pulcros responden malhumorados alegando que están trabajando. Las líneas perpendiculares del acerado siguen cortándose y tomando caminos distintos sobre un trazo geométrico regular y monótono.

            Entre tantas vidas  que van y vienen, seres que se cruzan y descruzan ignorando la existencia del vecino, un numeroso grupo de niños que acaba de conocerse   juega a la pelota en una plazoleta vecina mientras sus padres toman café en mesas distintas y equidistantes. Ropajes diversos, punto inglés, chándal, todos se divierten bulliciosos.

            Acabo el café, giro en mi intersección buscando la ruta hacia mi vida. Sobre el acerado, una señal de sentido obligatorio caída en el suelo  que no juzgo ni absurda. Naranjos cuajados, grúas que anuncian la resurrección del ladrillo.

            Alguien abre un portal. Curioso, entro a contemplar el hermoso patio de un bloque de pisos moderno y carente de vida: preside un cartel prohibiendo toda clase de juegos. Recuerdo a los niños de la plazoleta. Pues seamos coherentes: que nadie nos moleste en nuestras rutas. Sigamos cruzándonos sin rozarnos, vivamos cada uno en nuestra burbuja y prohibamos directamente a los niños. O bien recuperemos aquello que perdimos en nuestra infancia, comencemos de cero y juguemos con alegría a rozarnos y convivir molestándonos.






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